viernes, septiembre 08, 2006

De Wilson a Anibal.

Hace poco más de quince años, Wilson Álvarez lanzó un juego sin hits ni carreras. Fue durante una tarde dominical en la que Venevisión transmitió (por suerte) el encuentro entre los Medias Blancas y los Orioles. Recuerdo que estaba con mi familia en Margarita, de vacaciones. Esa tarde, con las playas y el sol ahí, cerquita, decidí no salir para ver en televisión a quién me representaba en el béisbol mayor: venezolano, zurdo, primer grande-liga nacido en los 70s. Tenía dos años hablando con mis amigos de la universidad (todos nacidos entre 1971 y 1973) de lo triste que era ver el símbolo del infinito (∞) bajo la columna de efectividad del zuliano en las últimas ediciones del Almanaque del Béisbol. Todos sabíamos que era un pitcher especial, el mejor nacido en estas tierras hasta ese momento; sin embargo, hizo su debut en 1989 cuando tenía apenas 19 años. Lanzó para los Vigilantes de Texas, enfrentó cinco bateadores, dio dos boletos, permitió tres hits (dos jonrones) y perdió su primera aparición en las mayores sin retirar a un solo bateador. No recibió otra oportunidad en el resto de ese año, tampoco en toda la temporada 1990 (de hecho fue cambiado a los Medias Blancas a mediados de esa campaña junto a Sammy Sosa y Scott Fletcher por Harold Baines y Fred Manrique). Tanto potencial con tan pobre resultado, ese símbolo de infinito era una injusticia.
Vi el juego desde el primer lanzamiento. Chicago anotó dos carreras gracias a un jonrón de Frank Thomas antes que Wilson subiera a la lomita. El lanzador de los Orioles no se veía bien, ese inning de dos carreras le salió barato. Wilson entró para cerrar el primer inning y de inmediato ponchó a Mike Devereaux. La efectividad pasó de infinito a 81, aún poco representativa del potencial de Álvarez pero al menos era un número, no un concepto matemático. Ponches a Juan Bell y Cal Ripken redondearon un primer inning excelente. Dos carreras más en el segundo (una anotada para Guillén y la tercera impulsada de Thomas en el día) le dieron más tranquilidad a Wilson, los Medias Blancas, y los miles de venezolanos que vimos la transmisión. Mi familia se fue al encuentro de la playa y unas ruedas de carite frito. Yo me quedé sentado en una cama con cojines que hacía las veces de sofá durante el día en el modesto apartamentico playero. En algún lugar del camino, mi Papá , Mamá y hermana acordaron regresar, renunciar al día de playa y a las delicias del mar para acompañarme en la cama-sofá con unos sanduchitos de jamón y queso. Regresaron para ver un juego histórico.
Pasaron cinco innings sin hits ni carreras y Gonzalo López-Silveiro (quién creo estaba transmitiendo solo porque no recuerdo ninguna otra voz) comentó la posibilidad de la hazaña. “Ahí está, lo empavó”, dijo mi Papá convencido de lo trágico de aquella imprudencia. “Ese hombre es insoportable” dijo mi Mamá, quién tenía una pelea cazada con López-Silvero desde que éste arruinara (según mi Madre) las Olimpiadas de Seúl con su sacadera de cuentas durante las finales de saltos ornamentales (luego que Greg Louganis le pegara la cabeza al trampolín) y sus comentarios “impertinentes” (adjetivo al que todos asentimos con la cabeza) durante los ejercicios de piso de la gimnasia femenina. Wilson estaba entonces lanzando contra los Orioles de Cal Ripken, contra la historia, los nervios, 40 mil fanáticos en el viejo Memorial Stadium de Baltimore y, ahora, las malas vibraciones de una leyenda de la locución deportiva.
Los innings pasaban, el juego tenía marcador de 7 a 0 y la victoria se sentía segura (aunque Yogui Berra dijera lo contrario). Los nervios estaban a flor de piel hasta en la sala del apartamentico playero. Mi Papá y yo ya no podíamos estar sentados en la cama-sofá (para no confundirla con un sofá-cama) y caminábamos de un lado al otro. Nos comíamos las uñas y nos mirábamos con rostro de asombro cada vez que López-Silvero hacía un comentario que pudiera comprometer la buena suerte de Wilson. En el séptimo inning con un out, Ron Karkovice realizó un mal tiro luego de un machucón de Cal Ripken, seguido de unos instantes de tensión esperando por la decisión oficial. Error, felizmente. La repetición mostraba que, con un buen tiro, Ripken hubiese sido out por un paso. Un elevado al segunda base, un boleto y una línea de frente al jardinero derecho y el no-hitter continuaba. Ya no quedaban uñas que morder.
La jugada del partido ocurrió en el octavo inning. Sin outs, Chris Hoiles, un buen bateador (151 jonrones, 262 de promedio en 10 años de carrera), soltó una línea templada entre los jardines central y derecho. Desde la toma de la tribuna central (detrás del receptor) pudimos ver como Lance Johnson salió corriendo tan pronto como la pelota saltó del bate de Hoiles. El director nunca cortó a otro ángulo, el camarógrafo seguía a Johnson en su carrera desesperada pero la pelota salió de la toma por unos momentos. Johnson se lanzó con el cuerpo totalmente estirado y la pelota entró en la toma justo para caer donde estaba la mano enguantada del jardinero central. Euforia en Baltimore, euforia en Juan Griego. Después de una jugada así, no importaban ni los pájaros de mal agüero ni los futuros Hall de la Fama: Wilson tenía que completar el juego sin hits ni carreras. No había dudas. ¿O sí? No, no podíamos tener dudas. ¿O las teníamos? Qué desastre, ya no sabíamos que pensar. Dos elevados fáciles y faltaban sólo tres outs.
El noveno comenzó con dos outs rápidos. Faltando sólo el número 27, Wilson le dio uno de esos boletos que son totalmente predecibles a Cal Ripken. El Junior venía de ser Más Valioso del Juego de las Estrellas, campeón del Derby de Jonrones, e iba camino a su segundo MVP de la Americana. Quien le seguía en el orden al bate de los Orioles, Dwight Evans, estaba a menos de dos meses del retiro. Mi Papá y yo estábamos de acuerdo: el movimiento era lógico. Como sea, Wilson le un dio boleto a Evans para colocar hombres en primera y segunda y enfrentar a Randy Milligan. Con un hit se acababa todo, hasta el blanqueo. La cama-sofá estaba vacía, todos estábamos parados alrededor del televisor: mi Papá comiéndose las uñas, mi Mamá frotándose las manos de ese frío que le da cuando se pone nerviosa y mi hermana tratando de entender porque Wilson no había ponchado al último bateador (es así de fácil, ¿no?). Milligan era un bateador de fuerza, con buena vista, que tomaba boletos pero que perseguía lanzamientos en momentos claves. Poco tiempo después, Milligan sucumbió a sus impulsos haciéndole swing a un lanzamiento contra el piso, sellando así el primer no-hit, no-run lanzado por un venezolano en la mayores. Una celebración contenida, todavía con dejos de nerviosismo, llenó la sala del apartamentico playero. Nos llevó unos minutos para comprender lo que había ocurrido, que la adrenalina de los últimos innings nos dejara en paz y pudiésemos disfrutar del logro del compatriota, contemporáneo, zurdo, quién ahora tenía efectividad de 3 carreras. Era hora de salir a buscar esas ruedas de carite frito.
Han pasado más de quince años. La carrera de Wilson Álvarez en la mayores culminó hace ya un año. Tuvo momentos brillantes, campañas que establecieron marcas para lanzadores nativos, lesiones que afectaron su rendimiento en buena parte de sus carrera y una última etapa con los Dodgers en la que (a ratos) mostró la excelencia de esos primeros años. Ahora Santana, Zambrano, García, Hernández y compañía parecieran estar destinados a superar todos los números que dejó Wilson en el béisbol grande. Ahora hasta tenemos un segundo no-hitter venezolano. Me pregunto cuantas personas estuvieron pegadas a sus radios la noche del lunes oyendo las hazañas de Aníbal Sánchez, personas que en quince años van a recordar dónde y con quién estaban en el preciso momento en que el último out ocurrió. Como yo, hace quince años, con la familia, en el apartamentico playero, disfrutando y sufriendo al mismo tiempo lo que para mí fue uno de los mejores juegos de béisbol que haya visto en mi vida.